No quieres hacer nada y, sin embargo, quieres hacer de todo. Todo, justamente todo lo que no tenga que ver con eso. Eso, ¿qué es eso? Nada. Todo y nada.
Tal vez sea nada y eso es todo. Tal vez no hacemos nada y, sin embargo, lo hacemos todo. Todo lo imprescindible, lo idóneo, lo correcto... Lo que acompaña al momento, lo justo y necesario. Pero, a lo mejor eso, es nada. Todo y nada. Nos machacamos preguntándonos: "¿Todo?, ¿para qué?" Y nosotros mismos nos contestamos: "Para nada".
De cada instante, cada momento y cada acción, ya sea buena o mala, sacamos algo. En muchos casos, es bueno en todos los sentidos; en otros tantos, únicamente en el hecho de sacar de ello una enseñanza, un poquito más de historia, de madurez, de vivencia, de experiencia. Nos empeñamos en mirar hacia lo malo, en ser, siempre, pesimistas e inconformistas. No pensamos en que detrás de cada lágrima, vienen ciento una sonrisas y que detrás de cada zancada de tristeza, vienen mil saltos de alegría.
En muchísimas ocasiones nos dedicamos a quejarnos y quejarnos, a ver todo del lado fatal. Entonces, en ese momento, justo ahí: la vida deja de tener sentido. Porque sí, la vida, ese espacio entre la nada y el sol, se basa en eso: en tener momentos de sufrimiento para que llegue el día en el que ya no tengamos que sentirlo. Se basa en estar tristes de vez en cuando, para valorar cualquier mínima razón que tengamos para sonreír. También, en llorar de tristeza, para hacerlo aún más de alegría. En sentarnos a ratos, para estar con fuerza a la hora de levantarnos y brincar; en aprender para poder enseñar; en reír para poder llorar; en correr para poder descansar; en necesitar para poder valorar... En amar para poder lograr la plena felicidad. Quedarnos con todo lo que nos haga felices, nada que nos haga sufrir.
Y todo, va acompañado de nada.
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